No lo haces queriendo. Lo intentas, pero siempre ocurre algo. No lo puedes evitar. Es intrínseco de tu naturaleza. Hasta tu fecha de nacimiento se aplazó. Viniste al mundo con una semana y media de retraso. Ojos oscuros, pelo castaño, 3’725 kilogramos, 52 centímetros de altura, impuntual crónico. Lo escribió la enfermera en tu pulsera de recién nacido.
Estás marcado: serás el último en llegar hasta el día de tu último aliento. O hasta que comiences a organizar cenas en casa, en cuyo caso existe un 94’897 % de probabilidades de que, en el último minuto, tengas que salir corriendo a por una bolsa de hielo al supermercado de la esquina. Será ese el minuto elegido por tus amigos para hacer su magistral aparición, que deberán amenizar con la siempre placentera lectura de la placa del seguro de incendios de tu edificio. Y es que, sea donde, como y cuando sea, tú siempre vas a llegar tarde.
1. En Educación Primaria conociste el significado de la expresión “darse con una puerta en las narices”.
Lo podías leer en su cara: tu profesor de Lengua se regocijaba al dejarte fuera de clase. El timbre solo había sonado hacía cinco minutos y tenías una nota firmada por tu madre que confirmaba que había un atasco bárbaro, pero la maldad de los adultos no conoce límites.
2. Has llegado.
Rompen el círculo para saludarte y media docena de ojos entrecerrados te dan la bienvenida con una mirada que fulminaría hasta el grafeno.
Lo has logrado. Estás allí. PERO QUÉ MÁS QUIERE DE TI ESTA GENTE.
3. Por una vez, tienes prisa de verdad.
Es importante que en esta ocasión seas puntual, pero el conjunto total de la población que reside tu ciudad ha decido que hoy es el día ideal para ejercitar las piernas con un apacible paseo por las calles del centro. Te llevas codazos, bolsazos, muchas cejas enarcadas y casi una ramita de romero de la buena suerte en la yincana callejera que te han impuesto los dioses. Apartaos, malditos. FUERA DE MI CAMINO.
4. Si son tus amigos de toda la vida:
Habéis llegado a un contrato no verbal por el que, a cambio de que tú sueltes una risita nerviosa, carraspees y te encojas de hombros, ellos no dirán nada sobre la media hora que acaban de pasar maniobrando para poder sentarse en el saliente de la fachada del restaurante de comida rápida de la esquina.
5. Hay veces en las que haces el firme propósito de llegar puntual a una cita.
Te convences de que si pones la alarma con suficiente tiempo, podrás dar un plácido paseo hasta tu destino. No. Deja de soñar. Tanto margen de tiempo va a hacer que te confíes y terminarás llegando tan impuntual como siempre. Lo siento. No te esfuerces. Acéptate a ti mismo.
6. Modo runner on.
Estás sudando. Te quema la garganta y sientes un agudo pinchazo en el costado derecho de la zona abdominal que hace que te dobles de dolor. Has corrido para llegar a tiempo. Has obligado a tus músculos a moverse a una velocidad más alta de la estrictamente necesaria. Si eso no es amor por tu amigos, yo no sé qué lo es.
7. Huy, que el reloj del horno se ha vuelto a desfasar.
¿Ahora dónde miras tú la hora? ¿Cómo vas a saber si ya vas tarde o no? Abres WhatsApp. “Oye, que me voy a retrasar, que ha pasado una cosa. Ya te contaré. Lo siento”. Bah, si ibas a llegar tarde de todas formas.
8. La preguntita.
Logras alcanzar a tus amigos, y uno de ellos, altavoz del sentido común y firme candidato a descender a la categoría de conocido, decide abrir la boca: “Si sabías que teníamos que estar aquí a las 5, ¿por qué no has salido antes?”
9. Has sido capaz de que tu meditado horario se cumpliera con precisión.
Te has montado en el coche a la hora exacta que habías calculado. Lo único que se te ha pasado incluir en tu exhaustivo plan de actuación es que los atascos no solo existen en la M-30 el 1 de agosto, vía el telediario de las tres de la tarde. Ahora estás en uno. Un golpe de la realidad te asalta por la espalda y das un respingo. Ah, no, calla, que ese es el que quiere limpiarte los cristales con agua sucia. Pero ya has despertado de tu intento de cambiar la luz del semáforo mediante telequinesia. Te has dado cuenta de que, irremediablemente, vas a llegar tarde. Otra vez.
10. Empiezan con un “Estoy llegando. ¿Tú por dónde vas?” que ignoras.
Le atropella un “Ya estoy aquí. ¿Cuánto te queda?”. “Saliendo”, respondes mientras terminas de ponerte los calcetines. Cuando vuelves a mirar el móvil, tienes 17 nuevos mensajes procedentes de una única conversación y cuatro llamadas perdidas. Ojalá WhatsApp cobrara por cada vez que pulsas “Enviar”.
11. Nunca sabes cuándo ocurrirá, pero eres consciente de que, tarde o temprano, tu amigo intentará darte La Charlita.
Puedes estimar la proximidad de la fecha con una ecuación que considere los grados centígrados registrados en termómetros callejeros sin sombra y el número de minutos que le hicieras esperar la última vez.
12. Sucede en contadas ocasiones, pero sucede: un par de veces has sido tú quien se ha visto obligado a esperar.
Cómo te robaron el tiempo. Qué mal te sentó aquello. Qué falta de respeto. Qué falta de educación.
Ah. Así que es por esto por lo que se enfadan.
13. Cuando lo consigues.
Es como ver una estrella fugaz desde el centro de una gran ciudad, como encontrar un chicle sin azúcar que mantiene el sabor durante más de diez minutos, o como dormir siete horas en un día entre semana. Levantas la mirada del la pantalla del teléfono y le encuentras caminando hacia ti con media sonrisa en los labios. Aceleras el paso y te ríes. Por fin habéis llegado los dos a la hora acordada.
Les has provocado varices en las piernas por todo el tiempo que les has hecho esperar de pie. Les expones a la crudeza de los elementos meteorológicos con alarmante frecuencia. No eres capaz dar con una explicación razonable pero, de alguna manera, todavía son tus amigos. Cómprate una esposas y no dejes que se escapen. Corre. Ya estás tardando.